El mensaje le había llegado por su personalidad encriptada en la red Thor. Cada vez tenía que recurrir con más asiduidad a proteger sus accesos a la red. No quiso pensar más en ello, pero su pertenencia a “Fuerza Oculta” puede que no fuera del todo buena para los negocios. Durante unos segundos reconoció de quién había heredado la capacidad para un análisis tan frío, tan enfocado en el dinero, y torció el gesto con desagrado.
La cita era en un callejón al lado de un centro comercial, un lugar donde una trampa parecía algo evidente. Era ya tarde, casi de noche. A aquella hora, tan cerca del distrito de negocios, las calles estaban desiertas. Parecía que la ubicación y la hora del encuentro habían sido cuidadosamente elegidos. Al girar la esquina, vio el coche, enorme, negro, detenido con el motor encendido, medio oculto por las sombras. Lo reconoció al instante y apretó los dientes.
Se acercó despacio, pendiente de siluetas en los tejados u ocultas en las sombras del callejón, pero no parecía haber nadie. Las puertas se abrieron y del coche se bajaron tres hombres. Aunque Hotman solo tuvo ojos para una figura esbelta, trajeada, pelo plateado y gestos tallados en roca, reconoció, un paso más atrás, al abogado de la familia, el Sr. Thomas. Los acompañaba un hombre que se había bajado del puesto de conductor. Parecía dibujado con líneas rectas, hombros anchos, mandíbula cuadrada y gafas de sol. Era obviamente un guardaespaldas metahumano. Su madre no había venido, tendría mejores cosas que hacer, por ejemplo ver la televisión o hacer llorar a alguna criada.
Hotman no siguió avanzando, mantuvo las distancias. Después de unos segundos de espera, el hombre trajeado, sin apenas expresar su fastidio, dió unos pasos hasta él.
—Hola hijo.
Hotman hizo un gesto con la cabeza. Aunque la luz del callejón no era mucha, su padre seguía siendo el mismo de siempre. Hotman conocía bien su voz, ese timbre autoritario, desdeñoso y agresivo. Por mucho que sus palabras fueran amables, el tono nunca lo era. El único gesto de nerviosismo que se permitió fue el ajustarse un par de veces los puños de la camisa.
—Iré al grano. Estás a punto de cumplir 18 años. Ya es hora de parar con estas tonterías. Has cometido delitos siendo menor, pero nada tan grande como para que mis abogados no puedan resolverlo encontrando un juez complaciente. Pero es mejor que salgas de escena. Hay un internado: la escuela estatal Liebefeld Steinhölzli en Köniz, cerca de Berna, que podría ser conveniente.
Hotman no contestó, se limitó a mirarlo sin bajar la vista. Fue como si el universo entero se hubiera detenido. Quizá aquel hombre esperaba que Hotman se lanzará llorando a su pecho, como había pretendido hacer a veces de pequeño para ser parado por una implacable mano abierta para no manchar de lágrimas su carísimo traje de Armani. La pausa cruzó el umbral de lo incómodo y su padre siguió hablando.
—Ahora ven conmigo, vuelve a casa con los tuyos.
No era una petición, era una orden, la voz perfectamente modulada para vestir de terciopelo el puño de acero que había debajo. Así había sido siempre su padre decía “ale-hop” y los demás saltaban. Hotman sintió regresar al pasado, a tantas situaciones similares, solo que ya no era lo mismo. El miedo, ese miedo que había regido su infancia, que había gobernado sus días y sus noches, ya no estaba, se había ido, aniquilado igual que los hombres que habían muerto a sus manos, disuelto en la adrenalina del combate, reventado en el recuerdo del tacto de la piel de Justa, anulado en las risas complices de sus compañeros. Comprendió entonces que sus ojos ya no eran los de un niño que miraba a una montaña paterna, que ya no había trono distante donde un dios autoproclamado dictaba sus leyes. Aquel hombre antes todopoderoso, de forma mágica, casi increíble, había perdido su poder sobre él. Hoffman no bajaba la vista, seguía mirándolo sin decir nada. Su padre volvió a recolocarse los puños de la camisa, a tragar saliva. Hotman creyó detectar un poco de sudor en la frente y lo vio, por primera vez, pequeño, casi miserable, nervioso y dudando ante su silencio.
Hotman habló fuerte y claro, creando ecos en el callejón.
—¡Bibau!
—¿Qué?
—Bibau iba a ser mi perro, mi mascota ¿no lo recuerdas? —Hotman vio el rostro de su padre esforzarse unos segundo sin conseguir recordar— Una vez trajiste un perro a casa, un cachorro. Fue mi perro una tarde. El único día feliz de mi infancia. A la noche no me dejasteis dormir con él. «Un dormitorio no es sitio para un perro» dijisteis. A la mañana siguiente Bibau ya no estaba. Era un cachorro de alsaciano recién destetado. Seguramente, allá donde lo lleváseis se pasó llorando toda la noche. Mi madre o tú, ya no lo recuerdo, me dijisteis que no lo soportábais y lo devolviste a la tienda de animales. Lo más probable es que le dijérais a Joaquín que se ocupase de él. Un golpe, un paleteo breve en la tierra fértil del jardín y allí nacería una estupenda mata de rododendros en primavera. Los rododendros son malas mascotas para un niño, pero eso a tí y a mi madre os daba igual, claro.
—Déjate de chorradas. En los internados suizos no admiten mascotas. Luego, cuando dirijas mis compañías, te podrás comprar todos los perros o las mujeres que quieras. —Su padre recuperó la compostura, se irguieron sus hombros y elevó la voz— te advierto de que es tu única oportunidad: hay medios y abogados para desheredarte, digan lo que digan las leyes de Arcadia.
Hotman se río, pero sin placer, una risa breve y amarga.
—Nunca ibas a mi habitación así que no vistes las marcas de mis nudillos en la pared. Joaquín o cualquier otro arreglaría las paredes. María, la criada me curó las manos. Ojos que no ven… —Hotman no pudo seguir, no inmediatamente, ya que la antigua rabia, el dolor, habían regresado casi por completo. Las palabras le salieron arrastrando desde los dientes apretados— Aquel día juré que escribiría el nombre de mi mascota en tu lápida.
Su padre dio un paso atrás involuntario. Luego se volvió levemente e hizo un gesto. El chófer sacó unas esposas y una capucha del bolsillo y se acercó a él mientras le apuntaba con una pistola. No, al final no es metahumano, pensó Hotman. En un solo gesto brutal descargó sus poderes en el coche. La onda de calor tardó solo un instante en reventar el depósito de gasolina. La explosión lo derribó pero la peor parte se la llevaron el abogado, el guardaespaldas y su padre, que estaban más cerca. Hotman se levantó casi sin daños mientras sentía el calor del coche ardiendo en el rostro. Una enorme columna de humo se elevaba al cielo oscurecido. Su padre, aquel hombre orgulloso, se removía en el suelo, su traje destrozado y humeando, la piel sucia y quemada. Aún aturdido, levantó un poco la cabeza y le miró con sus duros ojos azules convertidos en pozos de incomprensión y terror. Quizá por primera vez en su vida, algo no había salido como él quería.
Hotman le mostró el dedo corazón alzado y desapareció en la noche mientras, a lo lejos, se escuchaban las sirenas de los policías y los bomberos.
Media hora más tarde, mientras Hotman estaba sentado en un banco del centro comercial, mirando a la gente pasar, sonó su teléfono. El rostro de Justa apareció en la pantalla. Fue como si de repente hubiera salido el sol.
—¿Hot? ¿Dónde andas?
—En la tienda de los frikis. Hey, sis. Lo vas a putoflipar: hay un bro nuevo haciendo cómic. Un tal Stanlee. Hace cómics de metas; muy top todo.
—Joder, ten cuidado, ya sabes que nos buscan.
Justa cambió la expresión. Sus ojos tremendamente azules se volvieron de diamante. Eran los ojos de Sentencia. Si lo creía en peligro era bien capaz de ir por él de inmediato a sangre y fuego. Tenía que cuidar lo que decía a continuación.
—Hot, ¿Te pasa algo? ¿Estás bien?
Casi enseguida, le sonrió. Sentencia se fue y apareció la Justa que se veía en muy pocas ocasiones: tierna, cariñosa. En ese momento sintió el corazón latir más fuerte, mucho más fuerte. Hotman se tomó un segundo para responder y respiró hondo por primera vez en toda la noche. Con el extra de oxígeno y con la visión de Justa en el teléfono el universo pareció hacerse un lugar un poquito más amable, más cálido.
—Mejor que nunca, Jus. Mejor que nunca.